martes, 16 diciembre 2025

Aprender a mirar… lentamente

Francisco Javier Caballero, CSsR

Hemos recurrido muchas veces al mantra de “necesitar detenernos”. Normalmente todos asentimos, diciendo: así es. Pero lo hacemos corriendo. La vida es, en muchas ocasiones, poco más que prisa. Una cosa es cantar las loas de cómo podría ser nuestra existencia un poco más lenta y otra, muy diferente, llegar a la práctica.

Desde el comienzo de nuestra jornada, todo es prisa. Sortear lo que vivimos para llegar a algo que también vivimos a medias. Los más jóvenes apurados para llegar a sus clases, para después correr y llegar a otros lugares del día. Los adultos corremos convirtiendo la jornada en una maratón de la que frecuentemente acabamos exhaustos y con la ambigua sensación de no haber llegado. Es quizá la tercera edad esa atalaya privilegiada para vivir y ver la vida en su velocidad normal. Donde los minutos son minutos y no hay que andar apresurados por llegar a nuevos sitios porque se tiende a vivir en un recuerdo que es un tiempo que se ha detenido.

Sin duda alguna el ejercicio de la lentitud o serenidad es imprescindible para aquellos y aquellas que quieran vivir con hondura. Para descubrir y darse cuenta qué tienen ante sí y a quienes tienen ante sí. Solo una mirada tranquila es capaz de percibir lo diferente y no asustarse por ello; solo un diálogo sereno nos acerca a la solidaridad de lo que la otra per- sona, en verdad, vive.

Si esta praxis serena y lenta la llevamos a nuestra vida de fe, la urgencia es indiscutible. Da la sensación, y pido disculpas por el atrevimiento, de que frecuentemente situamos nuestra vida de fe en un estante de supermercado que manejamos con agilidad. Participamos en aquello que se ajusta a nuestra programación, sin permitir que Jesús desarme nuestro calendario y apurada organización de la jornada. Medimos todo desde un tiempo que es el que previamente estamos dispuestos a dar, sin que nos pueda sobresaltar la sorpresa de Dios pidiéndonos más. No es de extrañar. Somos los mismos quienes trabajamos, convivimos, nos esforzamos y reímos; los que vivimos en familia y construimos comunidad. Los que vivimos la fe en medio de nuestra pertenencia social. Así es y debe ser. Pero, ¿no será este tiempo propicio para descubrir como cristianos la lentitud? ¿No será el momento de recrear nuestro cristianismo de manera más serena?

Noviembre es un mes ideal para lograrlo. Para dar cancha a lo no previsto. Descubrirnos en tiempos de silencio y escucha; tiempos de oración y vida interior. Tiempos de eternidad, porque si no es volviendo a la eternidad, nuestra acción misericordiosa no deja de ser una filantropía. Buena, pero muy marcada por la acepción personal y la mirada selectiva. Siempre, la mirada lenta de las cosas y los acontecimientos, a quienes nos pensamos cristianos, nos hace volver al Reino, a la vida en Dios y a dar hondura y estabilidad en nuestras convicciones y compromisos. Nos proponemos contribuir a cambiar el rostro de este mundo y hacerlo más humano. Nos proponemos sembrar reconciliación y para hacerlo, nada mejor, que una mirada serena y silenciosa sobre nuestra propia vida que nos recuerde que tenemos fe. Y por eso nos sabemos amados y queridos, siendo quienes somos. Nos sabemos en paz.

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