El misterio de Dios, inalcanzable y próximo para el ser humano, encuentra en la Navidad la paradoja de explicarse con la vida de un niño. La debilidad de un recién nacido encierra el infinito de Dios, y un amor incondicionado de Dios Padre a la humanidad de todos los tiempos.
Es justamente en estas fechas donde, de manera más sensible, descubrimos que no hay vida de fe y seguimiento de Jesús, si no hay abrazo de la debilidad. Es también, en estas fechas, donde todos, en mayor o menor medida, nos conjuramos para que las injusticias que aprisionan la felicidad del ser humano desaparezcan. Pero lo cierto es que el efecto espera (Adviento) y el efecto contemplación (Navidad) han entrado a formar parte de lo sabido y el tono de nuestras vidas no se desvían un milímetro de lo calculado, esperado y expresado.
Tenemos la oportunidad de encontrarnos con el rostro de Dios en la proximidad de la palma de la mano. En el tamaño minúsculo de una criatura que nace en debilidad. Tenemos la oportunidad, renovada, de dejarnos sorprender por una encarnación que sobrepasa toda previsión. ¿De qué depende, entonces, que nuestra vida de fe no acabe de dirigir nuestras decisiones personales y comunitarias? Sería pretencioso por mi parte intentar descifrar el enigma de un cristianismo cansado o conformista. Más bien, me inclino, por ofrecer una pincelada de qué ocurriría si, solo por esta vez, este año, preparásemos el corazón para el misterio de la Navidad.
Creo, en primer lugar, que adquiriríamos otro concepto del tiempo. Literalmente dejaríamos de correr. Esperar un niño que es el paradigma de quien necesita cuidado, nos obliga a parar y repensar los valores de piedad y contemplación en los que se sustenta nuestra fe. En segundo lugar, nos obligaría a tener otra visión de la economía y el poder. Si Dios se encarna en un niño pobre, quizá nos esté pidiendo en- tender que nuestra “lucha por ser ricos” es absolutamente impropia y estéril. Que los valores que no se compran son los valiosos y que la vista cansada “de cosas” no siempre nos deja reparar en la luz de la sencillez de un nacimiento. En tercer lugar, creo que nos recordaría que para disfrutar la contemplación de la Navidad necesitamos a los otros, la proximidad y la comunión. La escena de adoración, siendo un misterio que traspasa íntimamente la soledad de cada uno, te vincula a los demás y te abre a la riqueza de la pluralidad. Este valor nos preguntaría por nuestras relaciones y por la verdad de nuestras palabras en las mismas. Acercarnos a adorar a Dios que viene, es también un compromiso solidario con quien a tu lado está. En cuarto lugar, es posible que la contemplación esperada de este Niño, que cabe en la palma de una mano, nos recuerde, por fin, que el valor de nuestra humanidad no es otro que el de la vulnerabilidad, la pequeñez y la finitud. Adquirir esta conciencia plena hace de nuestra existencia y nuestras comunidades un cuerpo ungido y urgido por la comprensión, la cercanía y el perdón. Nos ayuda a entender, personal e íntimamente, que lo necesitamos todo y, en consecuencia, aprendemos a agradecerlo todo. Por todo ello, aprovechemos este tiempo y esta oportunidad. Aprovechemos que Dios se hace próximo. Tanto, que nos cabe en la palma de la mano.