El Papa, desde san Pedro hasta mí, su indigno sucesor, es un humilde siervo de Dios y de los hermanos, y nada más que esto. Lo han demostrado bien los ejemplos de muchos de mis predecesores, como el del Papa Francisco mismo, con su estilo de total dedicación al servicio y de sobria esencialidad de vida, de abandono en Dios durante el tiempo de la misión y de serena confianza en el momento del retorno a la Casa del Padre. Recojamos esta valiosa herencia y retomemos el camino, animados por la misma esperanza que nos viene de la fe.
Es el Resucitado, presente en medio de nosotros, quien protege y guía a la Iglesia, y continúa a reavivarla en la esperanza, a través del amor que «ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5,5). A nosotros nos toca ser dóciles oyentes de su voz y ministros fieles de sus designios de salvación, recordando que Dios ama comunicarse, más que en el fragor del trueno o del terremoto, en «el rumor de una brisa suave» (1 R 19,12) o, como lo traducen algunos, en una “sutil voz de silencio”. Este es el encuentro importante, que no hay que perder, y hacia el cual hay que educar y acompañar a todo el santo Pueblo de Dios que nos ha sido confiado.
En los días pasados hemos podido ver la belleza y sentir la fuerza de esta inmensa comunidad que, con tanto afecto y devoción, ha despedido y llorado a su Pastor, acompañándolo con la fe y la oración hasta su encuentro definitivo con el Señor.
Y a este propósito, quisiera que renováramos juntos, hoy, nuestra plena adhesión a ese camino, a la vía que desde hace ya decenios la Iglesia universal está recorriendo tras las huellas del Concilio Vaticano II. El Papa Francisco ha recordado y actualizado magistralmente su contenido en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium, de la que me gustaría destacar algunas notas fundamentales: el regreso al primado de Cristo en el anuncio (cf. n. 11); la conversión misionera de toda la comunidad cristiana (cf. n. 9); el crecimiento en la colegialidad y en sinodalidad (cf. n. 33); la atención al sensus fidei (cf. nn. 119-120), especialmente en sus formas más propias e inclusivas, como la piedad popular (cf. 123); el cuidado amoroso de los débiles y descartados (cf.n. 53); el diálogo valiente y confiado con el mundo contemporáneo en sus diferentes componentes y realidades.
Se trata de los principios del Evangelio que animan e inspiran, desde siempre, la vida y la obra de la Familia de Dios; de los valores a través de los cuales el rostro misericordioso del Padre se ha revelado y continúa a revelarse en el Hijo hecho hombre, esperanza última de todos los que busquen con ánimo sincero la verdad, la justicia, la paz y la fraternidad.
Precisamente, al sentirme llamado a proseguir este camino, pensé tomar el nombre de León XIV. Hay varias razones, pero la principal es porque el Papa León XIII, con la histórica Encíclica Rerum novarum, afrontó la cuestión social en el contexto de la primera gran revolución industrial y hoy la Iglesia ofrece a todos, su patrimonio de doctrina social para responder a otra revolución industrial y a los desarrollos de la inteligencia artificial, que comportan nuevos desafíos en la defensa de la dignidad humana, de la justicia y el trabajo.
[Fragmento de su Discurso a los Cardenales el 10 de mayo de 2025]